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Случайный отрывок из текста: Райнер Мария Рильке. Письма к молодому поэту
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и Вам в часы праздника будет труднее, чем обычно, сносить Ваше одиночество. Но когда Вы сами заметите, какое большое это одиночество, порадуйтесь этому: зачем (спросите себя сами) одиночество, если нет в нем ничего большого? Одиночество бывает только одно, и оно большое, и его нести нелегко, и почти у всех случаются такие часы, когда хочется променять его с радостью на самое банальное и дешевое общение, даже на видимость согласия с самым недостойным из людей, с первым встречным... Но, может быть, как раз в такие часы и растет одиночество, а его рост болезнен, как рост ребенка, и печален, как начало весны. Но это не должно Вас смущать. ... Полный текст
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В. Педерсен
Л, Фрюлих
Э. Дюлак
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El príncipe malvado
Érase una vez un príncipe perverso y arrogante, cuya única ambición consistía
en conquistar todos los países de la tierra y hacer que su nombre inspirase terror. Avanzaba
a sangre y fuego; sus tropas pisoteaban las mieses en los campos e incendiaban las casas de los labriegos.
Las llamas lamían las hojas de los árboles, y los frutos colgaban quemados de las ramas
carbonizadas. Más de una madre se había ocultado con su hijito desnudo tras los muros
humeantes; los soldados la buscaban, y al descubrir a la mujer y su pequeño daban rienda suelta
a un gozo diabólico; ni los propios demonios hubieran procedido con tal perversidad. El príncipe,
sin embargo, pensaba que las cosas marchaban como debían marchar. Su poder aumentaba de día
en día, su nombre era temido por todos, y la suerte lo acompañaba en todas sus empresas.
De las ciudades conquistadas se llevaba grandes tesoros, con lo que acumuló una cantidad de riquezas
que no tenía igual en parte alguna. Mandó construir magníficos palacios, templos
y galerías, y cuantos contemplaban toda aquella grandeza, exclamaban: «¡Qué príncipe
más grande!». Pero no pensaban en la miseria que había llevado a otros pueblos,
ni oían los suspiros y lamentaciones que se elevaban de las ciudades calcinadas.
El príncipe consideraba su oro, veía sus soberbios edificios y pensaba, como la multitud: «¡Qué gran
príncipe soy! Pero aún quiero más, mucho más. Es necesario que no haya otro
poder igual al mío, y no digo ya superior». Se lanzó a la guerra contra todos sus
vecinos, y a todos los venció. Dispuso que los reyes derrotados fuesen atados a su carroza con
cadenas de oro, andando detrás de ella a su paso por las calles. Y cuando se sentaba a la mesa,
los obligaba a echarse a sus pies y a los de sus cortesanos, y a recoger las migajas que les arrojaba.
Luego dispuso el príncipe que se erigiese su estatua en las plazas y en los palacios reales.
Incluso pretendió tenerla en las iglesias, frente al altar del Señor. Pero los sacerdotes
le dijeron:
-Príncipe, eres grande, pero Dios es más grande que tú. No nos atrevemos.
-¡Pues bien! -dijo el perverso príncipe-. Entonces venceré a Dios.
Y en su soberbia y locura mandó construir un ingenioso barco, capaz de navegar por los aires.
Exhibía todos los colores de la cola del pavo real y parecía tener mil ojos, pero cada
ojo era un cañón. El príncipe, instalado en el centro de la nave, sólo tenía
que oprimir un botón, y mil balas salían disparadas; los cañones se cargaban por
sí mismos. A proa fueron enganchadas centenares de poderosas águilas, y el barco emprendió el
vuelo hacia el Sol. La Tierra iba quedando muy abajo. Primero se vio, con sus montañas y bosques,
semejante a un campo arado, en que el verde destaca de las superficies removidas; luego pareció un
mapa plano, y finalmente quedó envuelta en niebla y nubes. Las águilas ascendían
continuamente. Entonces Dios envió a uno de sus innumerables ángeles. El perverso príncipe
lo recibió con una lluvia de balas, que volvieron a caer como granizo al chocar con las radiantes
alas del ángel. Una gota de sangre, una sola, brotó de aquellas blanquísimas alas,
y la gota fue a caer en el barco en que navegaba el príncipe. Dejó en él un impacto
de fuego, que pesó como mil quintales de plomo y precipitó la nave hacia la Tierra con
velocidad vertiginosa. Se quebraron las resistentes alas de las águilas, el viento zumbaba en
torno a la cabeza del príncipe, y las nubes -originadas por el humo de las ciudades asoladas-
adquirieron figuras amenazadoras: cangrejos de millas de extensión, que alargaban hacia él
sus robustas pinzas, peñascos que se desplomaban, y dragones que despedían fuego por las
fauces. Medio muerto yacía él en el barco, el cual, finalmente, quedó suspendido
sobre las ramas de los árboles del bosque.
-¡Quiero vencer a Dios! -gritaba-. Lo he jurado, debe hacerse mi voluntad.
Y durante siete años estuvieron construyendo en su reino naves capaces de surcar el aire y
forjando rayos de durísimo acero, pues se proponía derribar la fortaleza del cielo. Reunió un
inmenso ejército, formado por hombres de todas sus tierras. Era tan numeroso, que puestos los
soldados en formación cerrada, ocupaban varias millas cuadradas. La tropa embarcó en los
buques, y él se disponía a subir al suyo, cuando Dios envió un enjambre de mosquitos,
uno sólo, y nada numeroso. Los insectos rodearon al príncipe, le picaron en la cara y
las manos. Él desenvainó la espada, pero no hacía sino agitarla en el aire hueco,
sin acertar un solo mosquito. Ordenó entonces que tejiesen tapices de gran valor y lo envolviesen
en ellos; de este modo no le alcanzaría la picadura de ningún mosquito; y se cumplió su
orden. Pero un solo insecto quedó dentro de aquella envoltura, e, introduciéndose en la
oreja del príncipe, le clavó el aguijón, produciéndole una sensación
como de fuego. El veneno le penetró en el cerebro, y, como loco, se despojó de los tapices,
rasgó sus vestiduras y se puso a bailar desnudo ante sus rudos y salvajes soldados, los cuales
estallaron en burlas contra aquel insensato que había pretendido vencer a Dios y había
sido vencido por un ínfimo mosquito.
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